Los que están solteros
Texto: Hernán
Panessi / Imagen: Luis Eduardo Rodríguez Castiblanco
A Matías lo había dejado la novia.
Bueno, a mí también la mía. Situación triste si las hay. Matías es mi mejor
amigo y estábamos solteros. Fue durante el verano de 2011 y nos preocupaba
mucho ponerla. Por aquel entonces, en un runrún de galanes improbables,
terminábamos comiendo siempre dos porciones de pizza en el Kentucky de
Corrientes al 1300. Después, rematábamos la faena con un cuarto de helado de
Cadore. En la cabeza teníamos una sola cosa: conseguir chicas. Pero también era
cierto que a ese ritmo de calorías, no íbamos a buen puerto. ¿Qué más podíamos
hacer? Ya nos habíamos ido de vacaciones, anotado (y dejado) el gimnasio,
presentado minas entre sí, llorado despechadamente, tenido éxito algunas veces
y golpeado el ego muchas más. Entonces, un sábado a la noche, impulsados por
vaya a saber qué cuento –quizás, por el de hacer de todo en esta vida- nos
metimos a un cine porno. Y el porno, sabemos, es lujuria y también tristeza. Lo
tenía todo. ¿El lugar? El Cine ABC, sobre Esmeralda, en pleno centro porteño.
Entramos rápido, con culpa, como pagando un plato que no íbamos a romper. La
experiencia nos costó 25 pesos. Hasta ese momento ninguno tenía referencia de
lo que podía llegar a ser un cine porno. Bajamos unas escaleras, que eran
interminables. Todo estaba oscuro. Para vencer el misterio y corretear con la
realidad, el comentario fue: “Cortan ticket de INCAA, ¿viste?”. Un ínfimo halo
de luz iluminó el pasillo y vimos que eran tres las salas. “Pueden entrar a
cualquiera”, nos advirtió una voz con acento española. Por azar nos metimos a
la que estaba más a mano, aunque queríamos conocer las tres. Porque ¿en qué
otro lugar del mundo uno tiene la libertad de entrar a una y meterse en la de
al lado sin problemas? Era menester conocerlas a todas.
Matías
y yo nos sentamos casi pegados a la pantalla y vimos cómo un negro de
proporciones monstruosas destripaba a una rubiecita. La sala estaba desierta.
Hasta ahí, todo estaba más o menos bien. Excepto porque estábamos sentados en
un piso de cemento mojado y no nos quedaba otra que apoyar el culo ahí: en esa
sala no había butacas. Vamos de nuevo: el plan era “conseguir chicas”, y para
eso teníamos que estar facheros. Fuimos con nuestras bermudas más mononas.
Sujetos al pensamiento del “nos quedamos 15 minutos y después la contamos”, la
atención nos duró unos segundos y salimos. Entramos rápido en la sala vecina.
Ahí sí había butacas. Nos sentamos en la anteúltima fila, al lado del pasillo.
Ya nos habíamos puesto de acuerdo: si pasaba algo que no nos gustara,
rajábamos. La sala estaba vacía. O al menos eso era lo que creíamos. Un proyector imprimía sobre la
pared -sí, no había pantalla- una granada de fotones. Cinco chicas masturbaban
a otra en una orgía lésbica. Era un film de squirting.
Las cascaritas de pintura se desprendían de los cuerpos de esas chicas. Las
cascaritas de pintura se desprendían también de las otras tres paredes.
Respirábamos humedad. Pensábamos que no había nadie en la sala pero allá,
entre las butacas, una travesti morocha con marcados
rasgos masculinos se dio vuelta y nos guiñó un ojo. Quedamos perplejos.
Segundos después, desde la última fila, un señor de unos setenta y pico se
apoyaba sobre el respaldo de nuestra fila para observarnos. No miento: parecía
un Sarmiento en los billetes de 50 pesos. A diferencia de la travesti, este sí
nos miraba amenazante, deseoso y babeante. ¡Un momento! (Y acá la inocencia se
corre hacia límites insospechados.) No sólo no había chicas sino que era un
lugar de levante border. Voy 612 palabras y todavía no dije qué define al
lugar: sordidez. La mirada del viejo clavada en ambas nucas y la presencia de
otro hombre que iba y venía nos persiguió. “¡Vámonos de acá!”. Pero quedaba una
sala, la última, a la que se accedía por un túnel. Apurados, nos asomamos y
vimos a una maraña de tipos desnudos, tocándose y cogiéndose, amalgamados.
Mientras, en la ficción, un hombre sometía con un látigo a otro. Escapamos.
El
ABC no era lo que esperábamos. Y cuando se habían cumplido los 15 minutos de
aventura, no hubo ni chicas ni masturbaciones. Pero nos dimos cuenta de algo, y
ahí no fuimos ilusos ni imaginativos: nuestro nivel de incogibilidad había
crecido un poco más. Aún así, seguimos poniéndole el pecho a la soltería. Y el
pito a alguna que otra desprevenida.
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