22.7.13

"Ocho casas", de Fernando Chulak y Darío Mekler



Ocho casas
Texto: Fernando Chulak / Imagen: Darío Mekler

A Maruca

No sé por qué elegimos ese lugar. A quién se le ocurre ir a unas termas en pleno diciembre. Agua caliente, estancada, vapores. Nada de eso sonaba siquiera parecido a la idea de fin de semana romántico que habíamos hablado. Y por qué Entre Ríos, donde al parecer sólo hay termas ycampo. Salimos del hotel y manejé hasta el complejo termal de Villa Elisa. Para entrar con el auto había que pasar por una suerte de casilla, donde un hombre cobraba la entrada y daba las instrucciones. La busqué a Nati con la mirada, sin darme cuenta de que me miraba desde antes. No hizo falta hablar: puse primera y en unos segundos estábamos de vuelta en la ruta.
Creo que fue ella la que preguntó “y ahora adónde vamos”. Como ninguno de los dos tenía la respuesta, aceleré confiado de que algo encontraríamos. Veía pasar casas al costado del camino, vacas, pasto, sobre todo pasto: largos minutos de no ver otra cosa más que pasto. Y de repente un cartel: Uvajay.
En pueblos así no hay nada, pueblo chico, vacío grande. Las calles son de tierra, los negocios hay que saber que buscarlos, la gente anda como escondida. Son cuadras y cuadras en las que debería haber pasto, pero alguien en cambio decidió que ahí podía vivir. Nati no, pero yo sabía lo que había en Uvajay: la infancia de mi abuela, el lugar donde ella todavía no era mi “baba” sino apenas una nena de campo.
Si bien recorrer el pueblo me hubiera tomado unos pocos minutos, las calles y los lugares no hablan a menos que uno pregunte. Encontré una mujer que baldeaba la vereda de su casa. De todo lo que dijo, me acuerdo una sola respuesta: no, que yo sepa no queda nadie de raza judía acá. Raza. Volví al auto. Decidí que daría una vuelta por Uvajay y me iría rápido. Llegar por pura casualidad, irse para mantener pura la memoria: todas aquellas historias mágicas que me habían contado del lugar no merecían ser opacadas con la realidad, con esto que ahora se hacía pasar como real. De entre tantas casas viejas y casi derruidas, sobresalía una.
Me acerqué como si supiera lo que encontraría. Una inscripción en la vereda me respondió: “Almacén de ramos generales, aproximadamente por 1917. Primera casa en construirse en la colonia. Propietario original: Kreiserman José y Mauricio”. Mi bisabuelo, el papá de la baba Maruca. Traté de ver esa infancia de la que me habían hablado. No estaba. Quizás me emocionó más la posibilidad de contarle después a ella sobre el lugar, que la casa en sí, gris igual que en la foto de 1917 del cartel. Le saqué una foto a la casa y una foto a la foto del cartel.
Volví a tomar la ruta y volvió el silencio. Era difícil hablar después de eso. Además, en los viajes se habla mucho sobre lo que hay para hacer, y acá para hacer no había nada. Nos mirábamos y decíamos que el lugar no importa, que lo que importa es estar juntos. No me acuerdo si en aquel momento lo pensé, pero ahora sí: en Buenos Aires, en la comodidad de Buenos Aires, también estábamos juntos. Para qué esa casualidad, entonces. ¿Sólo para volver y decirle a mi abuela que había visto su casa? ¿Sólo para decirle que ahí ya no queda nada de lo que hubo, que ahora hay gente que baldea veredas aburridas y habla de razas?
Cuando le conté, cuando le mostré las fotos del lugar, ella me contó que no había sido sólo la casa de su infancia. Y me abrió la puerta a una nueva historia. No a una anécdota de pueblo, sino a una de esas que cambian la forma de ver el pasado. Maruca había vivido durante dos periodos en esa casa. El primero, por supuesto, desde que nació. El que no imaginé era el otro.
Además de Uvajay, al pueblo lo llamaban “Ocho casas”. El motivo es obvio. Ella vivía en una. Un hermano de su padre, en otra. Y en otra, un muchacho algo más grande que ella: Naum. Le decían Tule. Le decíamos Tule. Él era el menor de ocho hermanos. Ser el menor era cargar con la suerte-desgracia de una herencia: quedarse a cuidar al padre; recibir como recompensa 50 de las 100 hectáreas de campo que algún día se dividirían entre todos. Cambiar tierra por vida. Obligaciones por derechos.
Ella tenía veintidós años: la edad suficiente, por entonces, para enfrentar el mundo. Él tenía veintiséis: demasiada edad para seguir esperando. Así que se casaron. Dijeron que no importaba nada, que mientras estuvieran juntos no importaba el lugar. Esa habitación estaba bien. El lugar: la casa del padre de Tule. El padre de Tule: Jacobo, un tipo jodido, dice Maruca. ¿Jodido en qué sentido?, le pregunto. Se sentaba debajo de un árbol, la miraba y la insultaba. Desde lejos, pero bien claro: que le lean los labios, que entiendan su insulto, que todos sepan que ese insulto era para ella y para su hijo, por haberla llevado a ella. Jodido: un tipo de mierda. Jacobo estaba casado con Sara: una santa, dice Maruca.
Ocho de meses de insultos. Todos los días, todo el tiempo. En ídish, los que aprendió en español, como fuera. Ocho meses. Hasta que un día pasó la jardinera. Un carro un poco más grande que un sulky, me explica Maruca. Y se subió. Llevame a mi casa. Y la jardinera cruzó el campo y Maruca vio alejarse la que ahora era la casa de su esposo. No volvió a subirse a la jardinera. Pasaron otros ocho meses, ahora separados. Sólo Tule escuchaba los insultos.
Un día Maruca escuchó acerca del Dr. Stutman, un tío de Tule al que nunca habían visto y que vivía en Buenos Aires. Consiguieron un teléfono en el pueblo y lo llamaron. Le contaron la historia. Stutman no dudó: vengan a Buenos Aires. Le explicaron: aquellas 50 hectáreas eran más que una promesa, estaba firmado, Tule acompañaba al padre, y algún día las vacas, la casa y las cosechas de esas 50 hectáreas lo acompañarían a él. Era difícil dejarlo, eran las hectáreas, pero era, sobre todo, el compromiso con sus hermanos. Stutman insistió. Prometió que le conseguiría algo, que le dieran tiempo. Así que mientras, Tule y Maruca, esta vez juntos, se fueron a Paysandú, en Uruguay, a la casa de una hermana de él. Desde ahí podrían de empezar de cero. Y por un tiempo se olvidaron de todo lo firmado.
Hasta que un día Stutman les pasó el dato de un trabajo en una textil de Buenos Aires, Manuseda. Ahí Tule fue urdidor, el que prepara hilos del telar. Pero mientras él todavía aprendía su oficio, Maruca estaba en Paysandú. Esta vez no los separaba un campo y una jardinera. Otro país. Pasó siete meses ahí, con su cuñada, una mujer grande. Estaba con ella y el esposo; estaba sola. Siete meses de no hacer nada, sólo esperar. Sólo saber de Tule por cartas. Dijo basta otra vez. Viajó a Buenos Aires: tenían que estar juntos. El lugar era lo de menos. O no, ya no sé.
Los alojó una hermana de él. Vivía en una pieza, con sus tres hijos, pero podían hacerle lugar: un altillo, donde dormían en el suelo, entre los piojos y las pulgas. Sé que no exagera cuando lo dice porque, sin darse cuenta, se rasca: tiene el recuerdo en la piel. Baja la vista. Hay mucho más por contar, pero no va a hacerlo. Que quede de la piel hacia adentro. Y después alza la vista para decirme que al final Tule preguntó en la fábrica y también pudieron conseguirle un trabajo a ella: la sección fajas y trusas de Manuseda. El resto es historia, dice. Para que pueda convertirse en historia, supongo, tiene que ser contada.
Cuando llego a mi casa, el nudo en la garganta sigue ahí. Lo primero que hago es encender la computadora. Busco la foto de Uvajay. Abro un word. Escribo: No sé por qué elegimos ese lugar.


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