Ocho
casas
Texto:
Fernando Chulak / Imagen: Darío Mekler
A
Maruca
No
sé por qué elegimos ese lugar. A quién se le ocurre ir a unas termas en pleno diciembre.
Agua caliente, estancada, vapores. Nada de eso sonaba siquiera parecido a la
idea de fin de semana romántico que habíamos hablado. Y por qué Entre Ríos,
donde al parecer sólo hay termas ycampo. Salimos del hotel y manejé hasta el
complejo termal de Villa Elisa. Para entrar con el auto había que pasar por una
suerte de casilla, donde un hombre cobraba la entrada y daba las instrucciones.
La busqué a Nati con la mirada, sin darme cuenta de que me miraba desde antes.
No hizo falta hablar: puse primera y en unos segundos estábamos de vuelta en la
ruta.
Creo
que fue ella la que preguntó “y ahora adónde vamos”. Como ninguno de los dos
tenía la respuesta, aceleré confiado de que algo encontraríamos. Veía pasar
casas al costado del camino, vacas, pasto, sobre todo pasto: largos minutos de
no ver otra cosa más que pasto. Y de repente un cartel: Uvajay.
En
pueblos así no hay nada, pueblo chico, vacío grande. Las calles son de tierra,
los negocios hay que saber que buscarlos, la gente anda como escondida. Son
cuadras y cuadras en las que debería haber pasto, pero alguien en cambio
decidió que ahí podía vivir. Nati no, pero yo sabía lo que había en Uvajay: la
infancia de mi abuela, el lugar donde ella todavía no era mi “baba” sino apenas
una nena de campo.
Si
bien recorrer el pueblo me hubiera tomado unos pocos minutos, las calles y los
lugares no hablan a menos que uno pregunte. Encontré una mujer que baldeaba la
vereda de su casa. De todo lo que dijo, me acuerdo una sola respuesta: no, que
yo sepa no queda nadie de raza judía acá. Raza. Volví al auto. Decidí que daría
una vuelta por Uvajay y me iría rápido. Llegar por pura casualidad, irse para
mantener pura la memoria: todas aquellas historias mágicas que me habían
contado del lugar no merecían ser opacadas con la realidad, con esto que ahora
se hacía pasar como real. De entre tantas casas viejas y casi derruidas,
sobresalía una.
Me
acerqué como si supiera lo que encontraría. Una inscripción en la vereda me
respondió: “Almacén de ramos generales, aproximadamente por 1917. Primera casa
en construirse en la colonia. Propietario original: Kreiserman José y Mauricio”.
Mi bisabuelo, el papá de la baba Maruca. Traté de ver esa infancia de la que me
habían hablado. No estaba. Quizás me emocionó más la posibilidad de contarle
después a ella sobre el lugar, que la casa en sí, gris igual que en la foto de
1917 del cartel. Le saqué una foto a la casa y una foto a la foto del cartel.
Volví
a tomar la ruta y volvió el silencio. Era difícil hablar después de eso. Además,
en los viajes se habla mucho sobre lo que hay para hacer, y acá para hacer no
había nada. Nos mirábamos y decíamos que el lugar no importa, que lo que
importa es estar juntos. No me acuerdo si en aquel momento lo pensé, pero ahora
sí: en Buenos Aires, en la comodidad de Buenos Aires, también estábamos juntos.
Para qué esa casualidad, entonces. ¿Sólo para volver y decirle a mi abuela que
había visto su casa? ¿Sólo para decirle que ahí ya no queda nada de lo que
hubo, que ahora hay gente que baldea veredas aburridas y habla de razas?
Cuando
le conté, cuando le mostré las fotos del lugar, ella me contó que no había sido
sólo la casa de su infancia. Y me abrió la puerta a una nueva historia. No a
una anécdota de pueblo, sino a una de esas que cambian la forma de ver el
pasado. Maruca había vivido durante dos periodos en esa casa. El primero, por
supuesto, desde que nació. El que no imaginé era el otro.
Además
de Uvajay, al pueblo lo llamaban “Ocho casas”. El motivo es obvio. Ella vivía
en una. Un hermano de su padre, en otra. Y en otra, un muchacho algo más grande
que ella: Naum. Le decían Tule. Le decíamos Tule. Él era el menor de ocho
hermanos. Ser el menor era cargar con la suerte-desgracia de una herencia:
quedarse a cuidar al padre; recibir como recompensa 50 de las 100 hectáreas de
campo que algún día se dividirían entre todos. Cambiar tierra por vida. Obligaciones
por derechos.
Ella
tenía veintidós años: la edad suficiente, por entonces, para enfrentar el
mundo. Él tenía veintiséis: demasiada edad para seguir esperando. Así que se
casaron. Dijeron que no importaba nada, que mientras estuvieran juntos no importaba
el lugar. Esa habitación estaba bien. El lugar: la casa del padre de Tule. El
padre de Tule: Jacobo, un tipo jodido, dice Maruca. ¿Jodido en qué sentido?, le
pregunto. Se sentaba debajo de un árbol, la miraba y la insultaba. Desde lejos,
pero bien claro: que le lean los labios, que entiendan su insulto, que todos sepan
que ese insulto era para ella y para su hijo, por haberla llevado a ella.
Jodido: un tipo de mierda. Jacobo estaba casado con Sara: una santa, dice
Maruca.
Ocho
de meses de insultos. Todos los días, todo el tiempo. En ídish, los que
aprendió en español, como fuera. Ocho meses. Hasta que un día pasó la
jardinera. Un carro un poco más grande que un sulky, me explica Maruca. Y se
subió. Llevame a mi casa. Y la jardinera cruzó el campo y Maruca vio alejarse la
que ahora era la casa de su esposo. No volvió a subirse a la jardinera. Pasaron
otros ocho meses, ahora separados. Sólo Tule escuchaba los insultos.
Un
día Maruca escuchó acerca del Dr. Stutman, un tío de Tule al que nunca habían
visto y que vivía en Buenos Aires. Consiguieron un teléfono en el pueblo y lo
llamaron. Le contaron la historia. Stutman no dudó: vengan a Buenos Aires. Le
explicaron: aquellas 50 hectáreas eran más que una promesa, estaba firmado,
Tule acompañaba al padre, y algún día las vacas, la casa y las cosechas de esas
50 hectáreas lo acompañarían a él. Era difícil dejarlo, eran las hectáreas,
pero era, sobre todo, el compromiso con sus hermanos. Stutman insistió.
Prometió que le conseguiría algo, que le dieran tiempo. Así que mientras, Tule
y Maruca, esta vez juntos, se fueron a Paysandú, en Uruguay, a la casa de una
hermana de él. Desde ahí podrían de empezar de cero. Y por un tiempo se
olvidaron de todo lo firmado.
Hasta
que un día Stutman les pasó el dato de un trabajo en una textil de Buenos
Aires, Manuseda. Ahí Tule fue urdidor, el que prepara hilos del telar. Pero mientras
él todavía aprendía su oficio, Maruca estaba en Paysandú. Esta vez no los
separaba un campo y una jardinera. Otro país. Pasó siete meses ahí, con su
cuñada, una mujer grande. Estaba con ella y el esposo; estaba sola. Siete meses
de no hacer nada, sólo esperar. Sólo saber de Tule por cartas. Dijo basta otra
vez. Viajó a Buenos Aires: tenían que estar juntos. El lugar era lo de menos. O
no, ya no sé.
Los
alojó una hermana de él. Vivía en una pieza, con sus tres hijos, pero podían
hacerle lugar: un altillo, donde dormían en el suelo, entre los piojos y las
pulgas. Sé que no exagera cuando lo dice porque, sin darse cuenta, se rasca:
tiene el recuerdo en la piel. Baja la vista. Hay mucho más por contar, pero no
va a hacerlo. Que quede de la piel hacia adentro. Y después alza la vista para
decirme que al final Tule preguntó en la fábrica y también pudieron conseguirle
un trabajo a ella: la sección fajas y trusas de Manuseda. El resto es historia,
dice. Para que pueda convertirse en historia, supongo, tiene que ser contada.
Cuando
llego a mi casa, el nudo en la garganta sigue ahí. Lo primero que hago es
encender la computadora. Busco la foto de Uvajay. Abro un word. Escribo: No sé
por qué elegimos ese lugar.
Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar
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