12.7.13

Mudanzas, de Margarita García Robayo y Gabriela Thiery



Mudanzas
Texto: Margarita García Robayo / Imagen: Gabriela Thiery

1
Es la tarde del 31 diciembre y me estoy mudando por séptima vez en el año. Las razones no importan, suelen ser excusas. Importa que la de hoy será la última mudanza de este calendario, y es un alivio. Me gusta este departamento. Me pregunto si viviré acá mucho tiempo, pero cómo saberlo. Lo que sí sé es que en un par de días parecerá que he vivido acá desde siempre: nunca me toma más que eso. Dar vuelta las casas, adaptarlas a mí, es algo que me sale rápido y bien: casi tanto como desmontarlas. Algunos lo consideran una virtud, otros una neurosis.

2
Le alquilo el departamento a mi amiga Guadalupe, que se fue a vivir a Chile. Hoy debí embalar todas sus cosas y mandarlas a lo de su madre. Guadalupe dejó todo: a Chile sólo se llevó a Guillermo, su marido; y a Benjamín y a Juana, sus hijitos.
Hoy vino Norma a ayudarme a embalar. Y vinieron el cuñado y la cuñada de Guadalupe a llevarse las cosas. Vino también su sobrinita, que me ayudó a dividir lo frágil de lo no frágil. Pero casi todo era frágil, salvo una cuna de madera que se llevarían después.
Guadalupe me dejó un papel con los datos de la casa: claves de Internet, dirección postal, teléfono. Me parece que ya tuve este número de teléfono, juraría que sí. A lo mejor lo tuve pero combinado de otra forma: siete mudanzas son 56 números.
¿Vos vas a dormir ahí? –la sobrinita de Guadalupe señala la cuna con el hocico.
Sí.
No podés.
¿Por qué?
Porque sos grande.
¿Según quién?
Alza los hombros.
No tengo planes para la noche, mis amigos están afuera, mi familia está lejos. Elegí este día para mudarme porque es terminante y es fundante. Tendré una historia, pienso, una historia lamentable: descorcharé una botella de champaña en un living vacío y me emborracharé mirando pelis en la laptop. Norma no está de acuerdo, mientras envuelve copas con una delicadeza oriental que no se condice con su corpulencia, insiste en que está mal quedarse solo un 31; nadie se queda solo un 31: sólo los locos, los abandonados, los perdedores, los vagabundos, los enfermos, los ancianos, los feos, los fantasmas.
Y vos no sos nada de eso –dice.
¿Según quién? –contesto, pero no me oye porque al fondo suena, fuerte y desgarradora, una canción de Juan Gabriel.

3
Me obsesionan las mudanzas porque me obsesiona el drama que las acompaña. Me mudé mucho, casi siempre en circunstancias dramáticas. Por ejemplo: de chica, desde la primera hasta la última vez que me mudé con mis padres, nos fuimos a casas peores; las mudanzas atestiguaban el declive económico de mi familia y nadie las llevaba bien. Cuando crecí y empecé a mudarme sola el drama persistió pero en otro sentido: me mudaba a casas que, en general, venían con un hombre adosado, y con él una empleada, y con él una mascota. La gracia y la desgracia era la misma: no elegir, “customizarme”. Roto el karma de la convivencia, descubrí que mudarme sola potenciaba mis manías: nomenclar, ordenar, detallar minuciosamente objetos contenidos en cajas: 11 tacitas chinas, 4 platos de barro, 3 muñecas peruanas, 1 Gauchito Gil, 3 Fiat 600 tamaño miniatura, 9 cucharas de madera, 17 lapiceros –8 azules, 4 negras, 2 rojas, 1 verde–, 10 animalitos –el león, la jirafa, el gallo, la gallina, el armadillo, la vaca, la iguana, la mariquita y la abeja.
La mirada compasiva de los fleteros es algo con lo que aprendí a vivir.
Tanto las mudanzas como el drama son dos obsesiones que atribuyo a mi historia familiar amañadísima: la fortuna perdida, la nobleza fallida, los menguados patrones de cuatro, tres, dos y finalmente una sola empleada, Chavela, que se trasladaba con nosotros como un mueble. Y que mentía: esta vez nos vamos a un castillo.
Mis primeros desplazamientos fueron mentales.
Me asomaba a las rejas de mi casa, agarrada de los barrotes, e imaginaba que alguien me llevaba. Me pasaba de largo en los buses y me bajaba en el barrio equivocado: un barrio de mansiones. Me iba a la playa y hablaba en inglés con italianos brutos: my father is a canadian diplomat (les parecía fascinante que a mis catorce años ya hubiera vivido en nueve países).
El que más me gustaba era éste: me echaba al piso frío de la sala, de patas y brazos abiertos como una equis, y miraba el techo sin pestañear. Si me concentraba lo suficiente podía elevarme y meterme en las casas vecinas. Después veía a los dueños por la calle y pensaba: yo conozco los rincones sucios de sus cuartos. No podía recorrer mucho más, porque siempre se aparecía Chavela a cortarme la concentración: ¿niña, qué hace? –con esa voz trémula de quien teme lo peor–; se acercaba y me tocaba un hombro: ¿niña? Y yo quieta, aguantando la respiración. Podía durar bastante en ese estado semicatatónico. A ella le daba tiempo de salir corriendo a buscar a mi mamá para decirle que me había desmayado. Cuando mi mamá, o mi papá –o ambos– llegaban, yo aguantaba unos segundos más, hasta ver sus expresiones inciertas atravesadas entre mis ojos y el techo. Entonces pegaba un brinco:
– ¡Estoy muerta! –y largaba carcajadas.

4
La primera vez que nos mudamos yo tenía diez años y estaba excitadísima. Los demás –mis padres, mis hermanos, Chavela– lloraban y embalaban como si levantaran restos en Kosovo. Fue hasta la noche antes de irnos que entendí el drama: nunca más volveríamos a esa casa –que era bonita y era grande y hasta tenía un proyecto de piscina en el patio: un hueco profundo lleno de maleza que, cuando llovía, se empantanaba. Nunca la terminarían, y no hacía ninguna falta: en mi casa se vivía en tiempo potencial.
Esa noche usé la navaja de mi hermano para tallar una baldosa con una cruz y la fecha:
+
23/05/1990
A la mañana me despertó la radio: si estás pensando que sufriendo estoy / estás soñando, no sabes quién soy. Salí del cuarto y me encontré con una muchacha oscura que barría y cantaba, contoneando las caderas. No la había visto nunca. Era la sobrina de Chavela, que había ido por el día para ayudarnos con la mudanza. La abracé sin pensarlo, apoyé la cabeza en su pecho que olía agrio, y lloré de vuelta. Mi hermano y los amigos, después de jugar al fútbol, también olían agrio, pero era un agrio distinto: más frío, más metálico. El olor de esta chica era cálido y no podía atribuirse al sudor, sino a eso que llamaban “el humor”. Me alivió la sensación de envolverme en su humor, mientras esa canción de despecho llenaba el pasillo. Entonces sentí que me elevaba: la chica me alzó y me llevó hasta la ventana de la cocina que miraba el patio, los árboles, la maleza, el proyecto de piscina. A donde vayas –me dijo mi fugaz y caribeña María Von Trapp, señalando el perímetro de la ventana– busca siempre una ventana que te guste.
Cada vez que me mudo recuerdo esa escena, pero ha cambiado tanto con los años que a veces me pregunto si en verdad pasó. El olor persiste. Y las canciones: siempre que me mudo escucho de fondo una canción de despecho.

5
Esa primera mudanza nos llevó a una casa donde todo se estrechó. Los primeros días, para atormentar a mi mamá, atravesaba los pasillos caminando de perfil: “no quepo –le decía– me ahogo”. Ella, con la quijada temblorosa, me señalaba la puerta en señal de que podía largarme cuando quisiera. La casa nueva no tenía rejas.
Cada tanto caminaba hasta mi antigua casa. No quedaba lejos. Los dueños estaban refaccionándola con un gusto lamentable: la pintaron de verde, le cortaron el árbol de mango y en su lugar construyeron un adefesio para colgar ropa. Ahora me asomaba del otro lado de la reja y nunca salía nadie. Miento, una vez salió un niño en calzoncillos, las mejillas untadas de moco sucio: me dijo hola. Yo me agaché y lo miré de cerca. Pensé en decirle algo perturbador, algo que, cuando estuviera grande, lo hiciera preguntarse si en verdad había ocurrido. Pensé en decirle: a donde vayas busca siempre una ventana que te guste, pero tardé mucho en decidirme y en el medio salió una mujer: ¡Wilson! El muchachito corrió despavorido y se trepó a sus brazos.
Las siguientes mudanzas me situaron lejos de la casa de mis padres; ellos vivían a las afueras de la ciudad y yo quería salir con amigas, ir a fiestas. De adolescente me mudé con una tía, después con mi hermana mayor, después divagué entre casas ajenas pero familiares, con un equipaje cada vez más pequeño y compacto: jeans, camisetas, maquillaje, algún libro.
No tengo recuerdos de casas propias.
Odiaba andar de acá para allá pero también odiaba instalarme. Fuera donde fuera, mi lugar era siempre el mismo: un rincón escaso donde acomodaba y administraba mis pocas pertenencias.
No tengo recuerdos de bibliotecas propias. O sea, estantes en una pared que juntaran libros elegidos, leídos y subrayados por mí. Los libros que leía iban quedando en mis casas provisorias y, más adelante, en las oficinas de turno. Cuando tuve que mudarme de ciudad junté los que pude en un par de cajas y las mandé por correo. Cuando tuve que mudarme de país ya había juntado otras cajas y enviarlas salía más caro que comprar libros nuevos. Por esa época un amigo, que padecía como yo la obsesión de desplazarse, me enseñó que –en nuestro caso– los libros había que leerlos y soltarlos: pensar en alguien a quien podría gustarles y regalárselos. Y así lo hicimos –con los libros y con tantas otras cosas– hasta que, en su caso, se casó y se mudó a una casa con paredes limpias donde construyó, por fin, su biblioteca.
En mi caso lo resolví con el Kindle.

6
Los cuñados de Guadalupe se fueron cargados. Ahora, salvo por la cuna y dos bibliotecas sin libros, la casa está vacía. Ya ni siquiera hay música porque el iPod se descargó. Norma se despide, dice que esta noche cocinará para los hijos.
¿Y vos qué hacés? –insiste.
Yo ya abrí la champaña y recorro la casa: llamaré a alguien –le digo.
Ella me lanza una mirada dudosa y se va.
En mi recorrido pienso que quizá es una buena oportunidad para recuperar libros. Y abro ventanas, miro afuera: el pulmón de un edificio antiguo, una cúpula lejana, los carteles luminosos de la calle Corrientes. Me pregunto si podré vivir con ese pedazo de ciudad todos los días. Me pregunto cuántos días son todos los días. En el último cuarto encuentro una ventana que casi me convence: un cielo atravesado por cables que van de techo en techo; unos señores diminutos que caminan por las azoteas vestidos con un mono fluorescente: hay uno que cuelga de un arnés y mueve las extremidades como un escarabajo. Más arriba hay antenas, muchas; y chimeneas plateadas, y LEDS que se encienden cuando, como ahora, oscurece.
Abajo, una calle poblada de papelitos findeañeros. En el aire, una risa que se pierde. 


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