Texto: Guillermo Roz /
Imagen: Pablo Martín
La
primera se llamaba Julieta y un día la vi subirse a la moto de Alito, su ex
novio, mientras un compañero más pelotudo de lo acostumbrado me preguntaba: "¿Pero
esa no era tu novia?". Después llegó Érica, quien pocas semanas después de
recitarle Garúa, asignándome la
autoría en la puerta de un boliche lluvioso, me dejó por un cliente de la
farmacia en la que recetaba con gran sensualidad. Paula fue mi gran amor de
juventud y mi más prototípico abandono: me dejó por mi mejor amigo. Aunque me
quedé con Pamela, la hermana de mi mejor amigo, el tiempo volvió a cachetearme,
y ya no quiero acordarme de por quién me dejó. En todos los romances de mi
vida, hasta los treinta años, hubo un lema común para el evidente fracaso
sentimental: mi obsesión por el abandono, la completa seguridad, casi desde el
inicio de cualquier relación, de que cada una de esas chicas tenía planes a
futuro con barbas y bigotes que no eran los míos.
Al
final de la última relación hice recuento y me pregunté mil veces hasta
encontrar una respuesta certera: yo era el creador de aquella obsesión, yo la
preparaba con mis manos, yo la cocinaba y yo mismo me la comía. Mi estrategia
para que el plan auto-apocalíptico resultase, era referirme constantemente a
las bondades de sus ex novios, celarlas hasta límites patológicos y enredarlas en
las sogas de los más estúpidos cuestionamientos que nada tenían que ver con el
presente que vivíamos, sino con futuros horriblemente inciertos. Pero fue
recién el último hostigamiento, el perpetrado a Pamela, el que me hundió en el
peor momento de mi vida, porque con treinta años, viviendo en un país
extranjero y en una situación económica espantosa, supe a ciencia cierta que mi
obsesión amorosa era la clave de todos mis males. Mi suelo se movía porque yo
mismo lo serruchaba. Los psicólogos y el vidente, que a esa altura tuve la
necesidad de visitar, tenían un discurso común: no te quieren porque no te
querés. Tan fácil y tan difícil. Por otro lado comencé a revisitar mi relación
con el miedo al abandono y a la soledad, y me percaté de que me había marchado
a vivir a un país sin un solo miembro de mi familia, que había elegido la
escritura y la lectura como dos fieles perros de la soledad máxima y que para
completar el cuadro, elegiría viajar en soledad, lo más lejos posible. Inicié
grandes viajes por medio mundo, poniendo a prueba eso que después supe, algunos
llaman contrafobia: tirarse del
balcón en medio de un ataque de vértigo a las alturas.
Así
fue cómo comprobé que el tiempo cura todas las heridas. De a poco fui volviendo
a relacionarme con chicas. Noté que fui dejando de fijarme en todos y cada uno
de los gestos de ellas, porque me empezaban a interesar los míos. Y que una
pareja se construía mirando en una misma dirección, y no el uno constantemente
al otro. Paulatinamente, casi sin darme cuenta, me fui haciendo fuerte, me fui
resultando un tipo interesante, simplemente me fui empezando a querer.
Algunos
años después, caminando por una calle perdida de Bruselas, conocí a una
española de ojos azules y ternura infinita, con la que me casé el 1 de marzo de
este 2013 y que me ha dado la joya que todo lo salva: mi Gael, de dos años y
medio.
Aún
hoy, después de haber alcanzado una vida normalizada y feliz, me pregunto qué
pasaría si me abandonasen. Los puñales viejos nunca dejan de afilarse adentro
de uno. Sin embargo, ante las apariciones de aquellos miedos, ahora elijo
cambiar-me de tema, acariciar a mi hijo, besar a mi mujer sin preguntarle nada.
Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar
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