17.7.13

"Me vas a abandonar, ya vas a ver", de Guillermo Roz y Pablo Martín



Me vas a abandonar, ya vas a ver
Texto: Guillermo Roz / Imagen: Pablo Martín

La primera se llamaba Julieta y un día la vi subirse a la moto de Alito, su ex novio, mientras un compañero más pelotudo de lo acostumbrado me preguntaba: "¿Pero esa no era tu novia?". Después llegó Érica, quien pocas semanas después de recitarle Garúa, asignándome la autoría en la puerta de un boliche lluvioso, me dejó por un cliente de la farmacia en la que recetaba con gran sensualidad. Paula fue mi gran amor de juventud y mi más prototípico abandono: me dejó por mi mejor amigo. Aunque me quedé con Pamela, la hermana de mi mejor amigo, el tiempo volvió a cachetearme, y ya no quiero acordarme de por quién me dejó. En todos los romances de mi vida, hasta los treinta años, hubo un lema común para el evidente fracaso sentimental: mi obsesión por el abandono, la completa seguridad, casi desde el inicio de cualquier relación, de que cada una de esas chicas tenía planes a futuro con barbas y bigotes que no eran los míos.
Al final de la última relación hice recuento y me pregunté mil veces hasta encontrar una respuesta certera: yo era el creador de aquella obsesión, yo la preparaba con mis manos, yo la cocinaba y yo mismo me la comía. Mi estrategia para que el plan auto-apocalíptico resultase, era referirme constantemente a las bondades de sus ex novios, celarlas hasta límites patológicos y enredarlas en las sogas de los más estúpidos cuestionamientos que nada tenían que ver con el presente que vivíamos, sino con futuros horriblemente inciertos. Pero fue recién el último hostigamiento, el perpetrado a Pamela, el que me hundió en el peor momento de mi vida, porque con treinta años, viviendo en un país extranjero y en una situación económica espantosa, supe a ciencia cierta que mi obsesión amorosa era la clave de todos mis males. Mi suelo se movía porque yo mismo lo serruchaba. Los psicólogos y el vidente, que a esa altura tuve la necesidad de visitar, tenían un discurso común: no te quieren porque no te querés. Tan fácil y tan difícil. Por otro lado comencé a revisitar mi relación con el miedo al abandono y a la soledad, y me percaté de que me había marchado a vivir a un país sin un solo miembro de mi familia, que había elegido la escritura y la lectura como dos fieles perros de la soledad máxima y que para completar el cuadro, elegiría viajar en soledad, lo más lejos posible. Inicié grandes viajes por medio mundo, poniendo a prueba eso que después supe, algunos llaman contrafobia: tirarse del balcón en medio de un ataque de vértigo a las alturas.
Así fue cómo comprobé que el tiempo cura todas las heridas. De a poco fui volviendo a relacionarme con chicas. Noté que fui dejando de fijarme en todos y cada uno de los gestos de ellas, porque me empezaban a interesar los míos. Y que una pareja se construía mirando en una misma dirección, y no el uno constantemente al otro. Paulatinamente, casi sin darme cuenta, me fui haciendo fuerte, me fui resultando un tipo interesante, simplemente me fui empezando a querer.
Algunos años después, caminando por una calle perdida de Bruselas, conocí a una española de ojos azules y ternura infinita, con la que me casé el 1 de marzo de este 2013 y que me ha dado la joya que todo lo salva: mi Gael, de dos años y medio.
Aún hoy, después de haber alcanzado una vida normalizada y feliz, me pregunto qué pasaría si me abandonasen. Los puñales viejos nunca dejan de afilarse adentro de uno. Sin embargo, ante las apariciones de aquellos miedos, ahora elijo cambiar-me de tema, acariciar a mi hijo, besar a mi mujer sin preguntarle nada.


Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar

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