La tierra de los días
Texto:
Alejandra Kamiya / Imagen: Fernando Sawa
De repente queriendo
recordar no sé qué tontería, me di cuenta.
He olvidado la mayoría de los días por los que pasé, como si mi vida no
fuera más que una calle cualquiera por la que voy distraída de mi nacimiento al
fin. Y entonces me senté a anotarlo todo, para mí misma, para
esa extraña que seré mañana. O también para ustedes que han sido extraños para
mí casi siempre.
Necesito anotarlo
todo. Pronto será tarde. El olvido tiene hambre. Entonces escribo: Diario del
caos. Porque el caos era lo que había antes del orden, y el caos dio a luz a la
tierra y la tierra al cielo para que la cubriera. Khaos, Gea y al fin Urano, a
quien Cronos, el tiempo, castró y arrojó los genitales al mar y de la espuma
que hicieron nació Afrodita. El amor.
El amor sólo pudo
existir después del caos.
Éste es el diario
del caos y el orden y tal vez también mi respuesta.
Él no sabía mucho de
jardines pero venía dos veces por año a cortar la enredadera que se empeñaba en
desbordar por las medianeras a las casas de mis vecinos.
Lo había hecho
varias veces cuando lo vi o mejor dicho me di cuenta de que nunca lo había
visto realmente. Había terminado de podar y me esperaba en la cocina.
La luz no parecía
entrar por la ventana y posarse en él sino al revés, emanaba de su pelo y de su
cabeza inclinada, atravesaba el vidrio muda y se iba. Él tenía los codos sobre
la mesa, y la cabeza apoyada en una mano. Con la otra sujetaba un libro pequeño
de hojas amarillentas. Leía. Y eso que se detiene cuando alguien lee, eso que
queda flotando en el aire junto a su ausencia, porque quien lee se ha ido al
mundo que lee, eso hecho de silencio y amor, fue lo primero que vi. ¿Qué lees?,
dije, y cerró el libro para mostrarme la tapa, porque hay cosas que se muestran
cerrándose. Dijo que había puesto las ramas en bolsas, que la primavera estaba
atrasada, que después de las lluvias esto y lo otro, y dijo algo acerca del
libro que leía. Hablamos. Después de todo, libros era algo sobre lo que yo
podía hablar.
El tiempo quedó
afuera, ovillado como un perro que duerme en la puerta, y ese día conversamos
hasta la noche. Yo, la mujer de cuarenta y dos años que vive sola, y el joven
de veintitrés que poda, nos habíamos hecho amigos. Cuando él se fue el tiempo
que dormía en la puerta entró a la casa de nuevo.
Y a los tres días él
regresó, con libros, películas y música. Esa conversación duró varias visitas.
Metíamos la mano en nosotros mismos y sacábamos partes para mostrárnoslas como
si se tratara de un juego. Yo nunca había hecho eso. Fue como si me hubiera
dibujado en la piel puertas que de repente se abrieron. Detrás de algunas, hubo
abismos y detrás de otras, espejos. Puertas antiguas y dolorosas, otras
livianas y de papel, de esas que susurran al abrirse y nunca gritan. Puertas
japonesas condenadas al silencio de lo que se desliza. Yo contaba cosas que no
sabía de mí. Él no tenía edad, lo juro. Yo dije que había despedido agradecida a cada amor. Él en cambio habló de
muertes. La distancia entre él y su infancia era mucho más grande que la que
había entre mis días de niña y yo. Y de repente un día vi que estaba con él en
un lugar en el que siempre había estado sola. Podía compartir mi paisaje
favorito.
Él no tenía edad, y
yo perdí la mía como si fuera ropas, velos, mentiras.
Y lo del cuerpo vino
solo, inevitable, desde muy lejos. Nos unimos como se unen los párpados de un
ojo que se cierra. Sólo así pueden llegar los sueños. Él no tenía edad, pero
sus manos eran viejas y cavó un pozo en mi conciencia. Me dejé caer en mí. Caí,
y me vi caer hasta que me perdí de vista. A unos cuantos besos de distancia
dejé las palabras y mi nombre. No puede ser tan malo morir si se parece a eso.
Después comimos un
melón perfecto que él cortó y multiplicó llenando de un perfume verde el aire y
mi boca. Él miraba mi boca y yo miré su piel contra la mía. Madera, vetas
contra un mármol liso. Una fruta contra un pedazo de cuero. Yo de barro y él de
agua. Sí, estábamos hechos de lo mismo pero por mí había pasado la tierra de
los días y me había hecho espesa.
Él apenas rompía el
silencio, lo rasgaba con un filo y así, casi sin decirlo, me exigía dejar de
pasar sobre las cosas una mirada muerta. Él no había venido a acariciar la vida
doméstica ni a endulzar los días. No. Mi vida anterior había sido el caos,
aunque el trabajo, la casa, los amigos complacientes se parecieran al orden. Él
vino a echar abajo todo, como ciudades enteras, y de la polvareda del derrumbe
vi salir galopando lo más hermoso que había visto nunca.
Él me ordenó que lo
dejara todo y lo siguiera. Te sigo, le dije, y él fue hacia el fondo de las
cosas. Adonde ustedes no llegan.
Tal vez un día se
vaya y siga su camino. Si eso ocurre voy a acomodarme en la espera, yo sé
esperar en la orilla. Aunque sea la orilla de un desierto.
No es verdad que
nadie pueda llegar desde el desierto. Digan mejor que nadie lo ha hecho hasta
ahora. Son ustedes quienes no entienden. Ustedes matan respuestas antes de
fecundar preguntas. Ustedes cuentan horas, años como si le marcaran el ritmo a
algo con eso. ¿Por qué en sus cálculos no descuentan el tiempo perdido, el que
perdí yo, el que perdieron ustedes? ¿Qué edad tienen las piedras que arrojan,
el cielo que miran cuando rezan? Jueces, dueños de todas las balanzas y
medidas: ustedes construyen relojes, reglas. ¿Quieren adueñarse del tiempo? Yo
les digo que no se posee algo porque se lo encierre.
La edad no es más
que contar los pasos hacia la muerte. Yo estoy más cerca del fin, es verdad,
pero ¿por qué tengo que contar mis pasos? ¿Quién dice cuántos pasos ha dado
cuando llega? Al llegar uno muestra las manos, qué trae, qué ha hecho.
Yo di más pasos que
él, es cierto.
Yo voy a llegar
antes al fin pero voy a tener a quien besar al irme.
Yo voy a tener a
quien besar cuando tenga que irme, sola.
Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar
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