23.7.13

"La tierra de los días", de Alejandra Kamiya y Fernando Sawa



La tierra de los días
Texto: Alejandra Kamiya / Imagen: Fernando Sawa

De repente queriendo recordar no sé qué tontería, me di cuenta.  He olvidado la mayoría de los días por los que pasé, como si mi vida no fuera más que una calle cualquiera por la que voy distraída de mi nacimiento al fin.  Y entonces  me senté a anotarlo todo, para mí misma, para esa extraña que seré mañana. O también para ustedes que han sido extraños para mí casi siempre.
Necesito anotarlo todo. Pronto será tarde. El olvido tiene hambre. Entonces escribo: Diario del caos. Porque el caos era lo que había antes del orden, y el caos dio a luz a la tierra y la tierra al cielo para que la cubriera. Khaos, Gea y al fin Urano, a quien Cronos, el tiempo, castró y arrojó los genitales al mar y de la espuma que hicieron nació Afrodita. El amor.
El amor sólo pudo existir después del caos.
Éste es el diario del caos y el orden y tal vez también mi respuesta.
Él no sabía mucho de jardines pero venía dos veces por año a cortar la enredadera que se empeñaba en desbordar por las medianeras a las casas de mis vecinos.
Lo había hecho varias veces cuando lo vi o mejor dicho me di cuenta de que nunca lo había visto realmente. Había terminado de podar y me esperaba en la cocina.
La luz no parecía entrar por la ventana y posarse en él sino al revés, emanaba de su pelo y de su cabeza inclinada, atravesaba el vidrio muda y se iba. Él tenía los codos sobre la mesa, y la cabeza apoyada en una mano. Con la otra sujetaba un libro pequeño de hojas amarillentas. Leía. Y eso que se detiene cuando alguien lee, eso que queda flotando en el aire junto a su ausencia, porque quien lee se ha ido al mundo que lee, eso hecho de silencio y amor, fue lo primero que vi. ¿Qué lees?, dije, y cerró el libro para mostrarme la tapa, porque hay cosas que se muestran cerrándose. Dijo que había puesto las ramas en bolsas, que la primavera estaba atrasada, que después de las lluvias esto y lo otro, y dijo algo acerca del libro que leía. Hablamos. Después de todo, libros era algo sobre lo que yo podía hablar.
El tiempo quedó afuera, ovillado como un perro que duerme en la puerta, y ese día conversamos hasta la noche. Yo, la mujer de cuarenta y dos años que vive sola, y el joven de veintitrés que poda, nos habíamos hecho amigos. Cuando él se fue el tiempo que dormía en la puerta entró a la casa de nuevo.
Y a los tres días él regresó, con libros, películas y música. Esa conversación duró varias visitas. Metíamos la mano en nosotros mismos y sacábamos partes para mostrárnoslas como si se tratara de un juego. Yo nunca había hecho eso. Fue como si me hubiera dibujado en la piel puertas que de repente se abrieron. Detrás de algunas, hubo abismos y detrás de otras, espejos. Puertas antiguas y dolorosas, otras livianas y de papel, de esas que susurran al abrirse y nunca gritan. Puertas japonesas condenadas al silencio de lo que se desliza. Yo contaba cosas que no sabía de mí. Él no tenía edad, lo juro. Yo dije que había despedido  agradecida a cada amor. Él en cambio habló de muertes. La distancia entre él y su infancia era mucho más grande que la que había entre mis días de niña y yo. Y de repente un día vi que estaba con él en un lugar en el que siempre había estado sola. Podía compartir mi paisaje favorito.
Él no tenía edad, y yo perdí la mía como si fuera ropas, velos, mentiras.
Y lo del cuerpo vino solo, inevitable, desde muy lejos. Nos unimos como se unen los párpados de un ojo que se cierra. Sólo así pueden llegar los sueños. Él no tenía edad, pero sus manos eran viejas y cavó un pozo en mi conciencia. Me dejé caer en mí. Caí, y me vi caer hasta que me perdí de vista. A unos cuantos besos de distancia dejé las palabras y mi nombre. No puede ser tan malo morir si se parece a eso.
Después comimos un melón perfecto que él cortó y multiplicó llenando de un perfume verde el aire y mi boca. Él miraba mi boca y yo miré su piel contra la mía. Madera, vetas contra un mármol liso. Una fruta contra un pedazo de cuero. Yo de barro y él de agua. Sí, estábamos hechos de lo mismo pero por mí había pasado la tierra de los días y me había hecho espesa.
Él apenas rompía el silencio, lo rasgaba con un filo y así, casi sin decirlo, me exigía dejar de pasar sobre las cosas una mirada muerta. Él no había venido a acariciar la vida doméstica ni a endulzar los días. No. Mi vida anterior había sido el caos, aunque el trabajo, la casa, los amigos complacientes se parecieran al orden. Él vino a echar abajo todo, como ciudades enteras, y de la polvareda del derrumbe vi salir galopando lo más hermoso que había visto nunca.
Él me ordenó que lo dejara todo y lo siguiera. Te sigo, le dije, y él fue hacia el fondo de las cosas. Adonde ustedes no llegan.
Tal vez un día se vaya y siga su camino. Si eso ocurre voy a acomodarme en la espera, yo sé esperar en la orilla. Aunque sea la orilla de un desierto.
No es verdad que nadie pueda llegar desde el desierto. Digan mejor que nadie lo ha hecho hasta ahora. Son ustedes quienes no entienden. Ustedes matan respuestas antes de fecundar preguntas. Ustedes cuentan horas, años como si le marcaran el ritmo a algo con eso. ¿Por qué en sus cálculos no descuentan el tiempo perdido, el que perdí yo, el que perdieron ustedes? ¿Qué edad tienen las piedras que arrojan, el cielo que miran cuando rezan? Jueces, dueños de todas las balanzas y medidas: ustedes construyen relojes, reglas. ¿Quieren adueñarse del tiempo? Yo les digo que no se posee algo porque se lo encierre.
La edad no es más que contar los pasos hacia la muerte. Yo estoy más cerca del fin, es verdad, pero ¿por qué tengo que contar mis pasos? ¿Quién dice cuántos pasos ha dado cuando llega? Al llegar uno muestra las manos, qué trae, qué ha hecho.
Yo di más pasos que él, es cierto. 
Yo voy a llegar antes al fin pero voy a tener a quien besar al irme. 
Yo voy a tener a quien besar cuando tenga que irme, sola.


Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar

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