20.12.11

El corazón de la manzana 2

El corazón de la manzana 2
Texto: Ariel Bermani | Ilustración: Joaquín Paolantonio

Entró, con el rollo de papel apretado contra el pecho, sin abrir del todo la puerta, girando para entrar de costado y cerrando la puerta a sus espaldas, con el pie, despacito. Nada de ruidos, nada de llamar la atención.
El dolor de huesos era lo más parecido a la vida, en la vida de Don Antonio. Le devolvía, apenas, un  fueguito de la sensación, tal vez perdida ya, de que algo estaba latiendo todavía en su cuerpo. Si los huesos chillaban, era porque todavía estaban ahí. Ahora que todo lo demás se le fue, el dolor era, al menos, una señal.
No hizo girar la llave en la puerta, no guardó el papel higiénico en la alacena del baño. Caminó lento hasta su sillón y se dejó caer, estirando las piernas. El papel sobre el pecho y los ojos cerrados.  El almuerzo, que todos los días prepara Magdalena, con poca sal y poco esmero, estaba lejos, en la cocina. Don Antonio sabe que en algún momento se levantará del sillón para calentar en el microondas lo que esa mujer con poca sal y poco esmero le ha preparado. Pero es temprano todavía. En otra época le gustaba tomar una medida de whisky  a la mañana, antes de prender el primer cigarrillo, para que la sangre circulara con más velocidad por el cuerpo.  Después, salir  a la calle era otra cosa. Las imágenes se agrandaban y a él le entraban ganas de correr los riesgos necesarios. Ahora, si toma whisky, incluso si toma algo más suave, cerveza, por ejemplo, automáticamente se queda dormido.  
Sin abrir los ojos, sacó el papel de la bolsa y empezó a abrirlo. Primero lo desenvolvió y le buscó la punta, con la yema de los dedos. Después lo hizo rodar sobre el piso, quedándose con un poco de papel en las manos. El papel se estiró, fue ocupando una zona amplia. Recién en ese momento abrió los ojos y la saliva -un poco de saliva- le salió por la comisura de los labios. Siempre quiso saber si realmente había setenta metros de papel higiénico enrollado.  Ahora necesitaba encontrar un metro. Se acordó que tenía uno, en alguna parte. Tal vez en la caja de herramientas. Pero dónde estaba la caja de herramientas. En los últimos años, su relación con esa caja fue efímera, para no decir inexistente. Pero necesitaba un metro. Pensó, incluso, en levantarse del sillón y salir al pasillo. El encuentro con alguna de las mujeres del piso no sería lo más adecuado, pero supo también que no podía seguir así, sentado, mirando el papel higiénico en el piso, sin saber dónde estaba el metro. Si todavía conservaba algo de coraje, tenía que salir, tocar uno de los dos timbres posibles, pedir ayuda. La docente jubilada, en realidad, no le parecía la primera opción. La otra mujer, la que recibe hombres, tal vez podría ser la adecuada. Alguno de los hombres, por qué no, podría tener un metro en el bolsillo del saco o en un bolsillo del pantalón. La cuestión se podría resolver si le abrían la puerta, si él lograba explicarse con propiedad, si la mujer no lo tomaba por loco, si alguno de esos hombres se mostraba predispuesto a ofrecer el metro. Pero también podía esperar hasta la mañana siguiente. Magdalena debe saber, pensó, dónde está la caja de herramientas. Este último pensamiento lo serenó y decidió, al menos en forma provisoria, continuar así: sentado, las piernas estiradas, el papel higiénico a sus pies.
Magdalena nunca sabe nada, pensó después, enseguida lo pensó. Se acordó de la mañana en que le preguntó a esa mujer dónde estaba su álbum de fotos. Qué álbum, preguntó ella. El mío, dijo él. Cuál. El de mi casamiento. Cuándo se casó usted, preguntó ella, con un poco de malicia en los ojos y Don Antonio sintió deseos de apretarle el cuello con toda su fuerza, no hasta matarla, pero sí hasta que ella perdiera esa expresión estúpida y un poco sobradora con que solía mirarlo. No lo hizo, no le apretó el cuello, pero decidió moderar sus comentarios, no involucrar a Magdalena en sus cosas.
El metro, pensó. Y se paró de golpe. Una pierna, después la otra, un brazo, la cintura girando, todo su cuerpo se puso en movimiento y llegó hasta la puerta del baño. Antes de abrir, un ruido en el pasillo lo detuvo. Ruido de pisadas. Voces. Trató de entender qué decían, tal vez la mujer que recibe hombres en su casa estaba llegando. O era la maestra jubilada la que llegaba. No tuvo mucho tiempo para especular. Los ruidos desaparecieron y él se miró la mano derecha, la mano que había quedado detenida en el aire cuando estaba por abrir la puerta del baño.
Otra vez el dolor de huesos. Como un pinchazo. En la mano. Los dedos quedaron paralizados sobre el picaporte. Y volvieron los ruidos. Algo que parecía una discusión se estaba metiendo en su casa. Una voz de hombre, una voz de mujer, voces un poco graves. Pensó que podría salir -si los huesos se lo permitían- y pedirles un metro. También pensó que esa era la idea más estúpida que había tenido en años. Se imaginó irrumpiendo en el pasillo, metiéndose en el medio de una discusión, para pedir un metro. ¿Y si le preguntaban para qué lo quería? ¿Iba a responderles que lo quería para medir el rollo de papel higiénico?
Lo mejor sería salir a la calle. Estirar el papel y comprobar así hasta dónde llegaba. Poner una piedra en la punta y empezar a desenrollarlo. Setenta y cuatro metros es casi una cuadra. Tres cuartos de cuadra. No sería difícil darse cuenta si llega hasta tres cuartos de cuadra o hasta media cuadra o hasta un cuarto. No podría saberlo con precisión, pero sí aproximadamente, que es casi lo mismo.
Entró al baño, se bajó la bragueta. Mientras orinaba, pensó en lo que estaba por hacer y eso lo distrajo de su ocupación inmediata. El pis le mojó el pantalón y, además de mojar también la tabla del inodoro –que nunca levanta-, cayó al piso, formando un charco. No le importó. Lo pisó, para aplastarlo, pero lo que consiguió fue enchastrar más el piso. Volvió al living sin lavarse las manos, ni mirarse al espejo. Perdió la costumbre de mirarse al espejo, ya casi no se acuerda de su cara. Buscó, con la vista, un abrigo. Se puso un saco. Guardó el papel higiénico en un bolsillo. Ya la discusión se había apagado. Antes de guardar el papel trató de volver a enrollarlo lo mejor posible. No quería desperdiciar ni un centímetro.
Abrió la puerta. No había luz en el pasillo. Sin prenderla, sacó la llave de adentro y la metió en la cerradura del lado de afuera. Cuando iba a cerrar oyó el ruido de otra llave, cerca, y se apuró para volver a entrar. Espió por la cerradura. No vio nada. Seguía oscuro. Mientras sentía que le volvían las ganas de orinar, se dio cuenta de que la llave le había quedado del lado de afuera. 
Si estuviera Magdalena, pensó, le pediría que fuera a comprarle un metro. Sin decirle, por supuesto, para qué. Si se animara volvería al pasillo para hablar con alguna de las vecinas. O con el encargado. El encargado. Le volvió la cara del tipo y entonces se dio cuenta de que había dado con la solución al pequeño problema en el que estaba metido. Abrió apenas la puerta, recuperó la llave, la puso del lado de adentro. Sin quitarse el saco, se apuró hasta la habitación, se sentó en la cama y levantó el tubo del teléfono.  

19.12.11

No es fácil ser un hijo. Entrevista con Manuel Soriano (segunda parte)

No es fácil ser un hijo. Entrevista con Manuel Soriano (segunda parte)
Luca Scognamiglio

La infancia de Osvaldo fue bastante complicada, debido a las mudanzas a las que estaba obligado a realizar su padre. Me imagino que la tuya también habrá sido intensa.
Obviamente viajé mucho en mi niñez, pero quizás de manera más burguesa, más turística y más fácil. Con respecto a Buenos Aires, primero vivimos en La Boca, y después nos mudamos cerca de Palermo, donde teníamos una casa grande. A él eso de vivir en un lugar tan burgués no le agradaba, quería sentirse más popular, digamos, más cerca de la gente, del pueblo.
Muchas de sus peregrinaciones pasaron a los cuentos con gran facilidad. Incluso en la novela Una sombra ya pronto serás hay ecos de sus recorridos por las rutas pampeanas. ¿Leíste la novela?
La leí, cuando era más chico, y después vi la película, pero estoy seguro de que no la entendí o no la percibí como podía entenderla y percibirla un argentino. Para mí es nada más que un viaje poético, exótico, una cosa muy agradable, pero yo lo miro desde afuera y con una perspectiva diferente, de lejos o desde lo alto.
Claro, porque todo el viaje de la novela se construye sobre la filosofía del “fracaso”, sobre la idea de que la gloria más grande está en el fracaso. Quizàs sea bastante difícil para los europeos entender eso, porque nosotros estamos acostumbrados al drama y a la tragedia que residen en el fracaso, y no a la gloria.
Esto es un pensamiento característico de los argentinos con lo que yo estoy totalmente de acuerdo: para mí la mayor gloria que se puede obtener está en un fracaso y en la dignidad de enfrentarse con una realidad que fracasa. Y esto me parece que se puede poner entre las ventajas de los argentinos, entre sus calidades. Quizás la cultura europea sea más horizontal, con menos olas digamos, mientras que la cultura y la historia argentina son como tempestuosas.
En aquel entonces, hablamos todavía de los años noventa, tu papá ya era no sólo un escritor muy famoso acá y en Europa, sino que también se le reconocía la lucha contra la dictadura militar y la militancia periodística en el exterior. ¿Te dabas cuenta, de algún modo, de esto?
No no, no me daba cuenta de ningún modo. Era una cosa normal, así que yo no tenía otra postura para compararlo. Y quizás eso habrá sido una mala impostación para desarrollarse como niño: todo era como ya obtenido, ya dado. Yo no conocía la construcción, cómo se había llegado a eso. Así que no tuve conciencia de lo que él representaba exactamente, de lo que había pasado para llegar a ser lo que era.
Hay muchos intelectuales argentinos que siempre mantuvieron una gran amistad con tu papá. ¿Conoces a algunos de ellos y pudiste hablar con ellos de tu papá y de la huella que él ha dejado en la cultura y en la literatura argentina actual?
Conozco a Osvaldo Bayer, conozco a Héctor Olivera (el director que llevó al cine No habrá más penas ni olvido y Una sombra ya pronto serás, ndr) y a su mujer Dolores Bengolea; también fui a Página/12 y conocí a toda la redacción y a todo su grupo de trabajo (eran sobre todo los más jóvenes los que estaban más emocionados), y por ejemplo hablé con Hugo Soriani. Pero cuando me hablan y me cuentan de mi papá, me parece que sobre todo hablan de ellos mismos: me cuentan historias, inventando bastantes cosas y apropriándose de la figura de él para agrandarse un poco.
Y por otro lado, sin entrar en ámbitos demasiado personales o familiares, ¿cuáles son los recuerdos más vívidos de Osvaldo que te transmitió tu madre?
La verdad, ella me cuenta muy pocas cosas, digamos que es algo que ella guarda celosamente en su memoria. Según me decía Dolores (Bengolea, ndr), cuando vivían en París mi mamá escondía billetes en los bolsillos de mi viejo cuando él salía de casa, porque él decía que no tenía plata “ni siquiera para comprar cigarrillos”. Me parece que mi padre tenía un gran respeto por ella, y que esta relación se basaba en un amor muy tierno y muy fuerte a la vez, y en casa se percibía el amor que había entre ellos. Yo creo, además, que haber tenido en casa a una mujer así ha sido de gran ayuda para mi padre, y como siempre se dice “detrás de un gran hombre hay una gran mujer”. Aunque yo no quiera decir que mi padre fue un gran hombre: me parece que la grandeza se encuentra en otras cosas, en personalidades como Julio César o Napoleón, pero es un sentimiento muy personal. Digamos que la grandeza de mi padre no me interesa tanto...puede ser que sea un tema que me escondo a mí mismo. Igual me transmitió muchas cosas, y el tiempo que estuve con él fue un tiempo muy intenso.
Si tuvieras que elegir una cosa, ¿cuál dirías que es la mayor herencia que te dejó tu papá?
Para mí es eso de los cuentos que me contaba antes de dormirme: una gran ternura, una visión de la vida bastante particular, y tampoco sé cuánto me quedó de esto. Después de su muerte (en 1997, ndr), por ejemplo, hubo una temporada de gran lirismo, para mi madre me parece aún más que para mí; ella estaba más presente en mi formación, pero con él desapareció la componente poética, algo importante en la formación de mi espíritu, en mi formación varonil. Hubo como un vacío en la casa, como también seguramente hubo un vacío en Página/12 y en la cultura argentina en general.
Su muerte fue algo importante pero quizás no tan trágico para mí, porque no sé como me habría desarrollado con él: siendo un “hijo de papá”, me habría resultado muy fácil vivir acá, encontrar trabajo; y aún hoy si quisiera trabajar en Argentina podría, con relativa facilidad, me parece. Tal vez su muerte, en algún sentido, me ayudó a que la vida no fuese demasiado fácil: él era una figura que se expandía mucho, y me habría costado despedirme de él, de su influencia, de su protección. Yo prefiero pensarlo así.
Y ¿si tu papá viviera?
Viviríamos en Italia. Èl tenía el sueño de vivir en Roma: creo porque Italia le parecía un país más fácil, le gustaba mucho el espíritu italiano, y encima estaba muy relacionado con Italia y con muchos italianos. Pero yo soy bastante realista: a los ingleses le gusta decir muchos “si”, mientras que yo pienso que el destino es así y que hay que aceptarlo como es.

Luca Scognamiglio (Toscana, 1984). Se licenció en Letras en la Universidad de Pisa e hizo un posgrado en Lenguas y Literaturas Hispano-Americanas, con la tesis “Colonia Vela o sea Argentina”, sobre la narrativa de Osvaldo Soriano. Es periodista, docente y autor de narrativa y poesía. Algunos de sus cuentos fueron publicados en antologías por la editorial italiana Prospettiva. lucasco1984@libero.it

17.12.11

El corazón de la manzana 1

El corazón de la manzana
Texto: Ricardo Romero / Ilustración: Daniel Montero Galán

Un poco así, entre inconclusa y errante, es la propuesta de Callejeras. Esta sección, que inauguramos en Casquivana2, busca modelar con palabra, ese deseo latente, atravesado por las contingencias, que es Casquivana. Entonces, surgió la idea de un juego, ni original ni primero, la versión adulta del tomala-vos-dámela-a-mí. Un juego, casi podría decirse infiel. Una novela que pasará, capítulo a capítulo, noche tras noche, por la mano de distintos escritores. Algunos buscados, otros sugeridos. Todos bienvenidos a continuar con este primer capítulo de Callejeras, que inicia Ricardo Romero. Si sos vos quien quiere seguirla, escribinos.


1.
El principio del día era el dolor en los huesos. Eso había decidido, porque después de ochenta años creía tener el derecho a determinar a su antojo cuándo empezaban y cuándo terminaban las cosas. Aunque los ojos se le abrían indefectiblemente antes de que la primera claridad se mostrara por la ventana, alrededor de las cinco y media de la mañana; aunque se quedaba una hora y media con los ojos abiertos mirando cómo la habitación cambiaba a medida que la claridad crecía (y ése era el único sueño posible, el único entramado onírico que le quedaba luego de un sueño vacío de imágenes); aunque a la siete en punto oía entrar a Magdalena al departamento, bufar un poco y desplegarse por la casa hasta el momento de entrar en la habitación y despertarlo (y él cerraba los ojos para dejarse despertar, siempre de cara al techo); aunque luego le costara levantarse y demorara siempre buscando las pantuflas, el día no comenzaba hasta que un hueso se decidía a chillar. Nunca sabía en qué momento iba a ocurrir. Podía ser ante el primer esfuerzo para erguirse en la cama o ponerse de pie, podía ser más tarde, ya en el baño, mientras se lavaba los dientes, durante el desayuno o cuando luego volvía a la pieza para vestirse, en el momento de calzarse los mocasines, o incluso podía demorarse media mañana y sacudirlo mientras leía o hacía que leía, sentado en su sillón favorito, aletargado por el ir y venir de Magdalena en el departamento, limpiando, ordenando y cocinando. Pero hasta que algún hueso cualquiera no doliera él sentía que el día no había comenzado. Por eso esa mañana se sorprendió al sentirse requerido.
–Se olvidó de sacar la basura, don Antonio.
–¿Qué?
–Que se olvidó de sacar la basura.
De todas las tareas del hogar, ésa era la única que le correspondía a él. No era un capricho de Magdalena, mujer de formas ampulosas y movimientos medidos que hubiese considerado el antojo como un gasto de energía innecesario: si había que sacar la basura, ella la sacaba, si no había que hacerlo, no lo hacía. Era una disposición de él, algo que le quedaba de alguna de sus vidas pasadas, no sabía si de la infancia, de sus años de soltero empedernido o de alguno de sus tres matrimonios. Sacar la basura. Salir del departamento, encender la luz, recorrer el tramo de pasillo hasta lo que alguna vez había sido la boca del incinerador y ahora era un cuartucho maloliente, dejar la bolsa y retirarse llegando indefectiblemente después de que la luz del pasillo se apagaba. Era su excursión diaria. El momento para respirar un aire distinto al suyo, aunque fuera el aire de un pasillo desmejorado en un séptimo piso de un edificio que nunca había conocido épocas mejores.
Don Antonio levantó la cabeza del libro que estaba leyendo y miró a Magdalena arqueando las cejas.
–La basura don Antonio, ¿quiere que la saque?
No, no quería, y tampoco quería que le siguiera repitiendo que no había sacado la basura como si no entendiera. Su desconcierto venía de otra parte. Él recordaba, estaba seguro de haberla sacado la noche anterior. Podía tener ochenta años, arrastrar los pies y no hablar mucho, pero eso no quería decir que no pudiera recordar. Al contrario, su memoria era perfecta y detallista. Él había sacado la basura. Pero como los años que lo habían vapuleado le habían dejado algunas cosas a cambio, no intentó contradecir a Magdalena. Tal vez había sacado la bolsa equivocada. Siempre había demasiadas bolsas en la cocina.
–No gracias, Magdalena. Si ya terminó con la comida puede retirarse. Yo la saco más tarde.
Media hora después don Antonio estaba solo en el departamento. Era ya cerca del mediodía y la luz del sol caía a pique sobre el corazón de la manzana. A don Antonio le gustaba mirar por la ventana del living el corazón de la manzana, no porque hubiera algo especial ahí, sólo un techo lleno de escombros y algunos gatos sagaces cazando palomas, sino porque se llamaba corazón de la manzana. Si tenía fuerzas y era capaz de terminar la novela que tenía empezada desde hacía varios meses, le pondría de título “El corazón de la manzana”, aunque esa expresión no tuviera nada que ver con lo que ocurría en la novela. Pero era una frase tentadora. Era un título excelente de lo malo que era. Don Antonio rió un rato, sin demasiada convicción. Estaba en una de esas etapas en las que su única relación entusiasta con los libros era armar peligrosas torres sobre la mesa del comedor. Una especie de jenga solitario. Se resignó, también, sin demasiada convicción, y se dispuso a resolver el misterio de la basura.
Fue hasta la cocina y constató, efectivamente, que la bolsa todavía estaba ahí. La intriga entonces se centraba en la bolsa que había sacado el día anterior. Podía esperar hasta la noche, que era el horario permitido para sacar la basura. Sabía que el portero sólo pasaba día por medio y lo que fuera que hubiese sacado todavía estaría ahí. Recordaba que era una bolsa pequeña y liviana, porque a pesar de que en su trajinar diario don Antonio apenas producía algunos saquitos de té y sobras de comida, él se empecinaba en sacarla todos los días. Un día no era un día si no dolía un hueso. Un día no era un día si no sacaba la basura. Estaba ya encaminado hacia la puerta del departamento cuando lo asaltó la pregunta. ¿Entonces qué clase de unidad temporal había tramado sacando una bolsa que no era basura, y cuál estaba provocando ahora, que sacaba una bolsa sabiendo que a la noche sacaría otra? Decidió pensar en eso después. Tenía toda la tarde para hacerlo.
Abrió la puerta despacio, tratando de que las bisagras no sonaran. Quería evitar, a toda costa, cualquier posible encuentro con los vecinos. De los otros tres departamentos del piso había uno deshabitado, y en los otros dos vivían mujeres de mediana edad. Una de ellas recibía hombres en su casa a toda hora, la otra, la única que había leído alguno de sus libros, o al menos eso decía, era la más temible: una docente jubilada que daba clases particulares.
Demoró unos segundos en encender la luz tratando de encontrar una diferencia en la penumbra del pasillo, algo que lo distinguiera del que solía recorrer al anochecer, pero le pareció idéntico. Encendió la luz y avanzó. Al pasar junto al ascensor, sobre la puerta metálica cerrada, volvió a leer el precario cartel escrito a mano: “El ascensor se encuentra descompuesto. Use las escaleras”. Lo había visto la noche anterior y no le había prestado atención. Hacía más de tres meses que no salía del edificio, desde su última visita al médico para un chequeo, y por lo tanto no le pareció que ese mensaje estuviera dirigido a él. Pero ahora un malestar lo invadió, algo impreciso que lo acompañó hasta el incinerador, mientras revisaba las bolsas de basura para encontrar la que había dejado por la noche. Efectivamente se había equivocado de bolsa. La que había sacado contenía el último rollo de papel higiénico que le quedaba. Tendría que avisarle a Magdalena que había que comprar más. Dejó la bolsa correcta y con el papel higiénico en mano volvió a su departamento. Al pasar junto a la puerta del ascensor, se detuvo. Leyó el cartel otra vez. Apoyó el oído para escuchar, se asomó por la rendija para ver. No se escuchaba nada y todo era negro. ¿Cuánto tiempo estaría así? ¿Es que en el consorcio nadie pensaba en quienes no podían bajar escaleras? Se indignó, se mareó. Fue pensar eso y sentir, primero en la planta de los pies y después en el resto del cuerpo, la imperiosa necesidad de bajar, de salir. La luz del pasillo se apagó y la escalera relució en la penumbra. Estaba el papel higiénico en las manos y la puerta entreabierta del departamento. Eso lo detenía. Pero entonces los huesos le dolieron y el día comenzó inexorablemente.

16.12.11

No es fácil ser un hijo. Entrevista con Manuel Soriano (primera parte)

No es fácil ser un hijo. Entrevista con Manuel Soriano (primera parte)
Luca Scognamiglio

No es fácil ser un hijo. Hay que cumplir con expectativas, esperanzas, hay que enfrentarse a un mundo que trata de buscar no sólo en tu aspecto físico, sino también en tu personalidad, los rasgos que fueron de los padres. Esta comparación genética y espiritual se vuelve aún más opresiva cuando tu viejo es una figura tan grande, tan reconocida y tan coincidente con una cultura y una realidad específica. De Osvaldo Soriano diríamos que fue “el argentino” por antonomasia, así que no nos cuesta comprender a su hijo, que después del fallecimiento del padre se fue a Francia, país natal de su madre, tratando de transformarse en un perfecto francés, y cumpliendo con su objetivo. Aunque haya vivido los primeros ocho anos de su vida acá, Manuel Soriano, un tipo alto, rubio, que habla un castellano chapurreado, dice que no se siente argentino, que no ha leído sino pocas de las obras de su padre e incluso que no entiende dónde se encuentra la grandeza del Gordo.
Nos deja un poco asombrados todo eso. No debe ser fácil ser un hijo.

Manuel, ¿es la primera vez que hablas públicamente de tu padre o ya lo habías hecho?
No, no es la primera vez que hablo públicamente sobre ese tema. Ya lo hice por casualidad o, digamos, fue el destino que ya me llevó a hablar de mi padre. Por ejemplo, cuando recordábamos el año diez de su muerte vinimos a la Argentina para hacer una conmemoración y mover su cuerpo (en el Cementerio de la Chacarita) de lo que era su antiguo sitio, al lugar donde se encuentra hoy, que es una especie de mausoleo. Hubo una ceremonia, inmortalizada por las cámaras de televisión, y algunos periodistas me hicieron una entrevista. No es que yo quería, porque a mí hablar de mi padre me resulta, y me resultaba sobre todo en aquella época en la que yo era más joven, difícil; pero traté de esconder mis sentimientos y les conté algunas cositas.
Se te escucha el acento francés. ¿Tú te sientes francés o argentino? Te lo pregunto porque sé que naciste acá y después viviste muchos años entre Buenos Aires y Mar del Plata antes de irte a Francia.
No, yo ya no me siento más argentino. La cultura, me parece, se forma con la lengua y yo no puedo dominar el castellano. Yo me siento francés, casi únicamente francés; la parte argentina es, digamos, la parte exótica, que concurre a formar mi identidad pero que no se manifiesta de manera constante: es algo que me puede surgir de vez en cuando y que en Francia trato de esconder porque si digo que soy argentino la gente tampoco me cree (se ríe, ndr), porque no tengo “pinta” de argentino. Es una identidad un poco nublada, que todavía me queda desde el tiempo cuando vivía acá. Pero claro, es algo que estoy tratando de reconstruir, y por eso me encuentro hoy en Argentina.
Tu papá era una persona muy importante, y recién fallecido se volvió una figura aún más grande para la Argentina; tal vez se transformó en lo que los argentinos dicen un “mito” y, en síntesis, diríamos que representa la cultura popular que resiste a pesar de los múltiples fracasos que sufrió el país.
En este caso hay que cuestionar lo que es un “mito”, me parece. Yo no tengo una definición precisa, pero diría que es algo antiguo que se ha vuelto un símbolo, una imagen que no tiene más materialidad en sí misma. Mi padre se trasformó en una idea: salió de lo material que fue, de su vida, para constituirse como idea. Hay ejemplos de esto: cuando fuimos con mi madre a la Chacarita, en Buenos Aires, María Elena Tuma, de la Dirección General de Cementerios, nos contó varias cosas, y por ejemplo nos comentó que hay chicos bastante pobres que de vez en cuando pasan por la tumba, la miran un poco, aún sin saber quién fue realmente Osvaldo Soriano. En este sentido diría que sí, sobre todo para las clases medias y populares se transformó en un mito.
¿En Francia se conoce la obra de tu padre? Y ¿te reconocen como hijo de Soriano?
Èl vivió en Francia pero no resultó, no dejó nada, ni una huella. Al ser tan exótico y alejado, el argentino tiene una cultura y un modo de pensar totalmente diferentes a los de los franceses, aunque Francia tuvo una importancia en la construcción cultural de este país. Encima mi papá era un escritor muy argentino, que no podía dejar la herencia de Borges por ese hecho de identificarse a sí mismo con la argentinidad.
Naciste en 1990, tus padres recién se habían vuelto a vivir a Argentina. ¿Cómo te parecía el país, cuáles son tus recuerdos de niño?
Yo nací en Argentina, en Buenos Aires, y tengo nacionalidad argentina. Por eso mi recuerdo no es tan impactante, porque no tenía otra realidad con la que hacer comparación: quiero decir que para mí Argentina era algo normal. En cambio, fue en Francia en donde la realidad me resultó muy diferente: enseguida me integré a la cultura francesa, me puse a hablar francés al poco tiempo, así que tengo una impresión de Argentina a partir del momento en que fui a vivir a Francia.
Yo tenía un buen recuerdo de Argentina, me gustó mucho vivir acá y tuve una niñez muy feliz. Y eso pasó gracias a mis padres sobre todo: a mi papá, que me contaba muchas cosas, muchos cuentos, que se ocupaba bastante de mí, y a mi mamá, que se encargaba más de mi educación strictu sensu. Y en Argentina obviamente tuve una ninez muy feliz gracias al nombre de mi padre: claro, acá sí que yo era “el hijo de Osvaldo Soriano”. Me acuerdo que vivíamos en el barrio de La Boca: a él le gustaba mucho, se sentía en su ambiente natural, se sentía porteno y le encantaba vivir en la ciudad, en lugares con mucha gente, entre la gente. Allá vivíamos arriba de una oficina peronista y había un ambiente muy bueno en ese barrio: yo me iba a la panadería, me quedaba muchas horas allá, y cuando iba con mi padre lo paraban a él y yo sentía el reconocimiento que le daban y también sentía ese reconocimiento para mí. Sin embargo yo no lo veía mucho porque estaba muy ocupado con el trabajo periodístico: o estaba en el diario, o trabajaba de noche (se levantaba tarde e iba a la redacción), así que yo no lo veía mucho, podían transcurrir varios días sin que yo lo viera.
En esos años, Osvaldo Soriano estaba escribiendo “Una sombra ya pronto serás”. Hay una frase del libro en la que el protagonista, que se vuelve a la Argentina dejando su familia en Europa, dice: “Mi hija estaba en cuarto grado e imaginé que hablaría marcando las eses y las zetas de España. Para ella no significaban nada la Primera Junta, Belgrano ni las campañas del Alto Perú. No le pesaban Rosas ni Caseros. Me dije que estábamos rotos y lo estaríamos por mucho tiempo”. Tal vez esa “hija” eras tú…tal vez su miedo, de que su hijo no fuera argentino, se realizó, porque tú –según me dijiste– no te sientes argentino para nada.

Yo creo que lo que dice este personaje con respecto a su hija me viene muy bien: yo no conozco la historia argentina, casi nada sino de manera lateral, y sólo un poco conozco de lo que es Argentina en el presente. Esa frase me representa bastante bien, me parece, pero él no se podía imaginar...

En algún modo, ¿te parece que tu padre trataba de acercarte a los libros, a la literatura y a su literatura en particular?
No, me parece que no. Yo creo que tuvo la sabiduría, o digamos la buena idea o la buena estrategia, de pensar que yo era demasiado joven todavía para acercarme a la literatura, para hacer el esfuerzo de entrar en un libro, que es una cosa complicada, y aún hoy me cuesta eso, no es algo que se haga así. Y me parece que él me acercaba en la manera en que mejor le convenía, o sea contándome muchas historias: cuando yo iba a acostarme, por ejemplo, él venía y me contaba cosas muy locas, como cuentos con piratas, que quizás cuando él era niño le llamaban mucho la atención, o cuentos de fútbol, y siempre eran historias bastante extraordinarias. Quizás eso influyó mucho en mí, me hizo desarrollar el lado de la imaginación. Estos son los recuerdos más bellos que me quedan de él, junto con las peleas que teníamos, porque él quería llevarme a boxear y a jugar al fútbol también, pero eso no me gustaba.
Claro, no logró despertarte el interés hacia el fútbol. ¿Nunca te llevó a la cancha?
Yo era recalcitrante, el fútbol no me gustaba para nada. Me parece que nunca me llevó a la cancha; en cambio, me vestía con ropa de San Lorenzo o con la camiseta de Argentina, superando las resistencias de mi madre. Trató de influir en mí pero eso no funcionó.

"Bajo fondo. El gabinete asediado", de Pablo Semadeni

15.12.11

Domingo 18: La Linterna Mágica

EVENTO SOLIDARIO DE “LA LINTERNA MÁGICA”

JULIETA DÍAZ, CRISTINA BANEGAS, KEVIN JOHANSEN, DALMA MARADONA, DANIEL BURMAN, SANTIAGO VAZQUEZ (LA BOMBA DE TIEMPO), JORGE MAESTRO, ADRIANA AISEMBERG, SOFÍA ELLIOT, ENTRE OTROS.

NOCHE DE CINE BAJO LAS ESTRELLAS + MÚSICA EN VIVO + TEATRO + REGALOS PARA TODOS LOS PRESENTES

EL DINERO RECAUDADO SERÁ DESTINADO ÍNTEGRAMENTE A BECAR NIÑOS EN SITUACIONES VULNERABLES

La Linterna Mágica, el club de cine para chicos y Santiago Vázquez, músico y creador de La Bomba de Tiempo y Puente Celeste, se unen en un evento solidario y artístico exquisito cuyo fin es becar niños en situación de vulnerabilidad para todo el ciclo 2012 de La Linterna Mágica.

Con la participación de Julieta Díaz y Jorge Maestro, entre otros, como padrinos del evento la velada se inaugurará con una pequeña obra de teatro protagonizada por un invitado sorpresa destacado, para luego dar pie a la proyección de la película “El Navegante” de Buster Keaton, para la cual Santiago Vázquez compondrá y ejecutará en vivo una pieza musical original.

Será una función de cine mudo “a la antigua”, bajo las estrellas, que además de ofrecer un espectáculo de un valor artístico y social inigualables, contará con prestigiosos actores y directores de cine invitados, además de regalos para todos los espectadores.

DOMINGO 18 DE DICIEMBRE 20:30HS

CIUDAD CULTURAL KONEX
(Sarmiento 3131, Almagro)

Entrada general: $60   (Venta por ticketek y en el C.C.Konex)

(FUNCIÓN PARA NIÑOS Y ADULTOS. NO SE SUSPENDE POR LLUVIA)

Miércoles 21: "A cien mil watts" en el Club de lectura


CLUB DE LECTURA
Coordinado por Martín Villagarcía

El Club de Lectura de Brandon se reúne todos los meses para charlar sobre libros que abordan distintos aspectos de la temática LGTTBIQ. Es un espacio distendido donde nos juntamos a compartir nuestras reflexiones con amigos, a tomar algo y a conocer gente nueva. En Diciembre nos encontramos el miércoles 21/12 a las 20 hs a discutir A cien mil watts de Germán Weissi y, además, nos visita el autor y viene a charlar con nosotros. Ya te podés inscribir vía mail (martinvillagarcia@gmail.com o clubdelectura@brandongayday.com.ar) o en Brandon (Luis María Drago 236, abierto de miércoles a domingo a partir de las 20 hs). El precio es de $40 por mes y los podés pagar por adelantado o el mismo día del encuentro. Una vez que te inscribas, te vamos a entregar una guía de lectura con puntas de análisis y lecturas sugeridas. ¡Te esperamos!

DICIEMBRE
Miércoles 21/12 20 hs A cien mil watts de Germán Weissi
+ charla con el autor
Valor $40 (incluye guía de lectura)
Abierta la INSCRIPCIÓN
Casa Brandon (Luis María Drago 236, Almagro)

Agradecemos su difusión
Más información: martinvillagarcia@gmail.com          
                            clubdelectura@brandongayday.com.ar

Martín Villagarcía es argentino y nació en 1986. Es Licenciado y Profesor en Letras (UBA), escritor, crítico, artista plástico y videasta. Publicó las plaquetas de poesía Afasia (Color Pastel, 2006), Farsa (Proveedora de droga, 2007) y Cómo desaparecer completamente (y nunca volver a ser encontrado) (Color pastel, 2010). Colabora con las revistas El Interpretador, No-Retornable y Bazar Americano escribiendo crítica literaria, de cine y de arte. Realizó las exposiciones de ilustraciones Creepshow (2008) y Accidentados (2011) en casaBrandon y el cortometraje de terror Espejismos de la noche (2008). Estudió fotografía en la ENFO y es uno de los coordinadores del Cineclub Divine de cine y diversidad sexual en La Usina Cultural del Sur. Mantiene el blog “El cuarto abierto” (www.elcuartoabierto.blogspot.com) y una página personal con fotos, ilustraciones y videos (www.martinvillagarcia.com.ar).

14.12.11

Carlos Páez Vilaró. Hasta donde me lleve la vida, de Diego Fischer

Carlos Páez Vilaró. Hasta donde me lleve la vida, de Diego Fischer
Sudamericana, Montevideo, 2011

Diego Fischer (1961, periodista por las universidades de Navarra y Boston) relata la vida del artista montevideano Páez Vilaró a través de una biografía novelada. Para eso, pasó un tiempo con CPV, entrevistó a amigos, hijos, ex mujeres y otras personas, y tuvo acceso a su archivo personal de cartas, artículos, documentos y fotos, muchas de las cuales aparecen en el libro. En ella se puede ver a CPV junto a personalidades como Brigitte Bardot, Pelé, Sabato, Picasso, el “Che” Guevara o Ástor Piazzolla. Páez Vilaró (Montevideo, 1923), a sus 87 años, está considerado uno de los artistas latinoamericanos más importantes e influyentes de la época. Es el creador de la ciudadela (¿gaudiana?) Casapueblo, ubicada en Punta Ballena, Uruguay, y de una extensa obra que incluye un amplio recorrido por las artes plásticas, en gran parte desarrollado en el delta de Tigre.

Bases del 3º Premio Nacional de Novela “Laura Palmer no ha muerto”

3º Premio Nacional de Novela
“Laura Palmer no ha muerto”,
de Gárgola Ediciones. Año 2012.


1.      El 3º Premio “Laura Palmer no ha muerto” de novela es convocado por Gárgola Ediciones, con la intención de difundir la obra de autores argentinos jóvenes a través de la colección que da nombre al certamen.
2.      Podrán participar en el Premio todos los autores de nacionalidad argentina, o que tengan otra nacionalidad pero más de diez años de residencia en el país, que hayan nacido después del 1º de enero de 1970.
3.      Las obras que se presenten deberán ser inéditas y no haber sido premiadas en ningún otro certamen.
4.      Los participantes podrán presentar cuantas obras consideren oportuno.
5.      Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas, tamaño DIN A4 (210 x 297 mm), mecanografiadas a doble espacio. Deberá enviarse un original impreso y copia digital (en CD), indicando claramente 3º Premio Nacional de Novela “Laura Palmer no ha muerto” a Gárgola Ediciones, Venezuela 726, CP 1095, Capital Federal, Argentina. Cada original irá firmado con seudónimo. Es obligatorio adjuntar un sobre cerrado en cuyo exterior únicamente figurará el seudónimo y el título de la obra; en su interior deberán estar los siguientes datos: nombres y apellidos del autor, número de documento y fecha de nacimiento, dirección postal, dirección de correo electrónico y teléfono de contacto. También deberá acompañar estos datos una nota firmada donde el autor certifique su autoría de la obra, y que ésta no se encuentra bajo contrato. No se aceptarán en el Premio obras enviadas por correo electrónico.
6.      Los originales no premiados serán destruidos sin que quepa reclamación alguna en este sentido. Gárgola Ediciones no se hace responsable de las posibles pérdidas o deterioros de los originales, ni de los retrasos en la recepción por correo o cualesquiera otras circunstancias imputables a terceros que puedan afectar a los envíos de las obras participantes en el Premio.
7.      Para despejar cualquier duda sobre el contenido de estas bases, los participantes pueden escribir a info@gargolaediciones.com.ar, o llamar por teléfono al número (011) 4331-4204.
8.      El plazo de admisión de originales se cerrará el 23 de marzo de 2012. Para los envíos por correo se tendrá en cuenta la fecha del matasellos. Por el hecho de presentarse al Premio, los concursantes se comprometen a no retirar su obra una vez presentada.
9.      El Jurado estará compuesto por los escritores Daniel Krupa, Selva Almada, Federico Levín como autores de la colección “Laura Palmer no ha muerto” y el escritor y editor Ricardo Romero como autor de la colección y en representación de la editorial.
10.  El Premio se otorgará a aquella obra de las presentadas que por unanimidad o, en su defecto, por mayoría de votos del jurado, se considere la mejor.
11.  El fallo del jurado será inapelable y se hará público en un acto que se celebrará en Buenos Aires el día 22 de junio de 2012.
12.  El Premio único será la edición de la obra ganadora en la colección “Laura Palmer no ha muerto”, de Gárgola Ediciones, en el  transcurso del año 2012. El jurado podrá entregar menciones especiales a las obras finalistas que considere destacables. El Premio podrá ser declarado desierto.
13.  El autor de la novela ganadora cede a Gárgola Ediciones el derecho exclusivo de explotación de su novela en cualquier forma y en todas sus modalidades, para todo el mundo. Esta cesión de derechos se entenderá realizada por el plazo de siete años.
14.  Entre los derechos reconocidos a Gárgola Ediciones se entenderán comprendidas todas las modalidades de edición de la novela ganadora (rústica, tapa dura, bolsillo, club del libro, fascículos, ediciones para quioscos, reproducción impresa en publicaciones periódicas, antologías, libros escolares y otras ediciones especiales sean o no promocionales, impresión bajo demanda, etcétera).
15.  También se entenderán comprendidos los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública (en todas sus modalidades) de la obra en versiones electrónicas (incluidas las versiones multimedia y las redes informáticas de comunicación), en cualquier soporte electrónico en su más amplio sentido, pudiendo transmitirla a través de Internet y otras redes informáticas y de telecomunicaciones y permitiendo a terceros su reproducción y/o almacenamiento, así como el derecho de transformación y adaptación de la novela en cualquier modalidad de obra audiovisual (cinematográfica, televisiva, etcétera). Quedan también reservados en exclusiva a la editorial los derechos de traducción para la edición en todos los idiomas y la posibilidad de cesión a terceros. La editorial podrá realizar cuantas ediciones decida de la obra de entre un mínimo de 1.000 y un máximo de 5.000 ejemplares cada una de ellas. El autor percibirá el 10% del PVP (Precio de venta al Público) del libro, y el 60% de lo percibido por la editorial en las modalidades de explotación que supongan la transformación de la obra (traducciones, adaptaciones audiovisuales, etcétera).
16.  El autor de la novela ganadora se obliga a suscribir un contrato de edición según los términos expuestos en estas bases. De no formalizarse el contrato, por cualquier circunstancia, el contenido de las presentes bases tendrá la consideración de contrato de cesión de derechos entre la editorial y el ganador.
17.  Gárgola Ediciones se reserva el derecho de adquisición preferente del derecho de edición de cualquier novela presentada al Premio que, no habiendo sido la ganadora, sea considerada de su interés, previo acuerdo con los autores respectivos.
18.  La participación en este Premio implica de forma implícita la plena y total aceptación de las presentes bases. Para cualquier diferencia que hubiese de ser dirimida por vía judicial, las partes, renunciando a su propio fuero, se someten expresamente a los Juzgados y Tribunales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.